Cuando llegué al mundo de Osos yo pesaba cerca de ochenta kilos, y me informaron que era un cazador. No pregunté mucho, pero tenía la misma falsa información que el Oso de la cena.
Por entonces, hace unos diez años, estaba yo en La Escondida, cuando la playa nudista cercana a Mar del Plata no era tan conocida, y mi vista fue cautivada por un hermoso gordo que salía del agua. Me fui acercando y no necesité hacer ningún esfuerzo porque fue él quien inició la charla. Desnudos, sentados en la arena de frente al mar, Horacio, tal el nombre de mi nuevo amigo, dijo que me encontraba cara conocida. Hablamos de fiestas de Osos y de allí su recuerdo. Yo ya estaba afinando la puntería, para que la ocasión termine de la mejor manera, cuando llega un flaco, también nudista, termo en mano. El termo del mate.
Juan Manuel se presentó, se quejó del tiempo que tardaron en calentar el agua en el barcito de la playa y se puso a cambiar la yerba. Preguntó si yo tomaba mate y se armó la ronda. Se acabó el agua, se fue el sol y la hora de la despedida se hizo presente. –Anotá mi teléfono, dijo Horacio, porque hoy nosotros ya nos volvemos a Buenos Aires. Yo hice como que me disponía a buscar lápiz y papel, pero –estando desnudo – no tenía dónde guardarlos. Se escucharon comentarios un poco obvios y Juan Manual, revolviendo en su mochila, encontró lo necesario. Intercambiamos teléfonos y nos despedimos.
Unas semanas después Horacio me llama. Se escucharon las preguntas de rigor y llegó la invitación. – ¿Querés venir a casa y hacemos algo los tres? – Es que solo me gustan los cuerpos como el tuyo. Intenté una excusa. – No hay problema, yo me las arreglo para atender a los dos. Fue la respuesta-desafío de Horacio y acepté.
Así, en un ménage à trois, descubrí lo que años más tarde sería un comentario ácido de un Oso en una cena.