viernes, 18 de marzo de 2011

Baños, cines, saunas, estadios. (Parte tres)

Aprender de la experiencia (propia o ajena)

Por mi parte, dado que no frecuenté en mi juventud los habituales circuitos de baños, cines, saunas o estadios, seguía con enorme interés el hilo de la charla. Al haber comenzado mi propia iniciación en la vida de la comunidad LGBT a los cuarenta años (hasta entonces había sido uno más de los que se ocultaban obstinadamente en el closet), fue en las experiencias de los que sí habían sido protagonistas y habían recorrido esos espacios (como Raul y Carlos recordaban esa noche haberlo hecho) que busqué la arqueología reciente de lo que yo vivía como gay de siglo veintiuno.

Mucho me había ayudado a entender aquellos rituales de baños y persecuciones el documental de William E. Jones, Tearoom, armado a partir de un crudo testimonio, obtenido clandestinamente por la policía de la ciudad de Mansfield, en Ohio, mediante cámara oculta, en un baño público de esa ciudad de los Estados Unidos, a comienzos de la década del ’60. Material que fue luego utilizado para condenar a la cárcel a los hombres que mantenían relaciones sexuales entre ellos en ese baño público.

Lo que puede verse en el documental, en cuanto el tipo de ritual que se establecía en aquel baño en 1962, es idéntico a las situaciones que se daban (y se siguen dando) en los baños públicos de cualquier ciudad del planeta. Hombres entrando subrepticiamente a uno de estos servicios públicos y estableciéndose allí, a la espera de la llegada de quien pudiera ser, ocasionalmente, su objeto de deseo. Los mismos códigos que usaban los deseantes hombres americanos se reproducen en Berlín, San Pablo o Buenos Aires. Las rutinas –obvias- no difieren ni por la latitud ni por la longitud en que una ciudad esté ubicada en el mundo.

También, por supuesto, en mi introducción al universo gay estuvieron los libros. La literatura me había dado algunas pistas de lo que había sido la construcción de ese etos tan particular. Basten de ejemplo la cruenta descripción del Londres victoriano de Oscar Wilde en su Teleny y el fresco del Buenos Aires de mediados del siglo veinte que propone en La brasa en la mano Oscar Hermes Villordo, entre tantos textos que me confirmaban que yo no era un ejemplar único, aunque sí, menos frecuente y menos aceptado.

Pero fueron otros dos los textos que, principalmente, me ayudaron a entender ese momento de la vida del mundo gay -que se recordaba aquella noche-, tanto en Buenos Aires como en San Pablo.

Mientras Fiestas, baños y exilios, la prolija investigación de Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli, me estructuró el panorama de la que fue la vida gay de Buenos Aires (y Argentina en general) durante la segunda mitad del siglo veinte, para dejar claro que el universo LGBT pasó a ser un territorio más víctima de la era de las privatizaciones; ya no por haber pasado de la esfera del estado a la órbita de las multinacionales, sino por haber sido trasladado del espacio público –baños, calles-, donde se realizaban las incursiones de búsqueda y caza, al ámbito de los lugares ‘específicos’ para el encuentro homosexual.

Fue La prostitución masculina, del sociólogo y militante del primer grupo de defensa de los derechos de las minorías sexualmente excluidas –el Frente de Liberación Homosexual-, el argentino radicado en San Pablo, Néstor Perlongher -en su aproximación al trabajo de los michés de la mayor urbe de Sudamérica- el que me había presentado ese notable espacio físico dentro de la ciudad, por donde circuló aquella anónima multitud -de la que Carlos y Raul formaron parte-, que hoy llamamos comunidad LGBT, en los años ochenta.

Ritos de iniciación

Me intrigaba saber cómo ellos se habían iniciado en aquellas rutinas.
- ¿Hubo alguien que les pasó alguna información, de cómo relacionarse en esos lugares? ¿Una especie de Cicerone? – pregunté.

Entonces Raul contó:
-A mí me gustaba -y me sigue gustando- mucho el cine. En esos años, antes de la aparición del video y la televisión por cable, iba seguido a las salas a ver películas. Veía de todo, estrenos y clásicos en ciclos de retrospectiva. Y ya de muy joven, a eso de los dieciséis años, comencé a notar que en los baños de los cines pasaban cosas. Tanto en San Pablo, donde vivía, como en Río, a donde venía con frecuencia de paseo o en Recife, donde iba cada verano a visitar a mi abuela y a pasar las vacaciones.

Al principio no me involucraba con nadie, hasta que un día vi en el baño del cine Metrópole de San Pablo, -que todavía era una sala elegante en aquellos años a pesar de estar en el centro en los años de decadencia-, alguien que no podía dejar pasar: un hombre gigante, de casi dos metros, todo redondo, muy peludo y con una pija enorme. El tipo estaba parado frente a un mingitorio con la pija parada. Yo no sabía cómo manejarme, qué hacer, pero finalmente establecimos contacto, saben, miradas, movimientos de cabeza como señalando un rincón. Y nos fuimos a un box, y yo, que no sabía cómo seguir adelante le pregunté:
- ¿Me saco la ropa acá?
El me dijo que no, que íbamos a salir de allí e iríamos a un hotel. Salimos y al cruzar la calle, frente a aquel cine, estaba el Hotel Eldorado Boulevard.
- ¿Entramos en este?
Le pregunté. - Seguía contando Raul-. El hombre sin mirarme me dijo:
- No, en ese no, en aquel, - me respondió, señalando uno un poco más alejado.
Era el Hotel Del Rio, un hotel muy feo, viejo y sin ninguna comodidad. Para que tengas una idea, la habitación a la que entramos, ni baño tenía, apenas una piletita mugrienta en un rincón.

Fue mi bautismo de fuego. – Cierra el recuerdo Raul.-Y de ahí en más fui aprendiendo,
de solo seguir frecuentando los mismos lugares, mirando cómo se manejaban los otros, aprendiendo las rutinas, los códigos.

(Continuará)

2 comentarios:

Marco ByM dijo...

Estou gostando muito... Isso TEM QUE VIRAR um livro... e eu VOU fazer a capa!!!

Incrível como uma "simples" conversa entre amigos numa pizzaria pode render um texto tão maravilhoso, tão rico em detalhes...

Osofranco dijo...

Obrigado Marco.

Abraço.